Estaban sentados en este banco, inmergidos en sus pensamientos. Ambos con las piernas cruzadas, pero ella recta y arreglada, con el pié que engancha elegantemente detrás del tobillo, y él un poco encorvado hacia ella.
El abrigo rojo de ella con ese gorro de lana y las bailarinas de plata eran una declaración de confianza. Él con su chaqueta a cuadros, las gafas al cuello y los zapatos deportivos.
A veces se miraban, a veces miraban al mar. Gesticulaban lentamente y elegantemente.
No le importaba la gente que andaba detrás de ellos en el paseo, del mundo que seguía adelante, de nosotros que les acabamos una foto sin tiempo.
Lo importante era el mar y sus voces. Esa misma vox que había escuchado durante año, que habían sido cambiar, envejecer como las arrugas en sus caras.
Han pasado toda su vida juntos y siguen allí, delante del mar, buscando la siguiente conversación, una fresca emoción, compartiendo nuevo pensamientos y recordando antiguos, su historia. Amándose.
Mirándoles, quiero una sola cosa: llegar allí. Un día, dentro de 60 años, quiero salir de casa, apoyarme al brazo de Alex, sentarnos un banco delante del mar y hablar. De todo o de nada. Compartir. Todo y nada. Pero por siempre jamás juntos.
Esta es mi foto de la buena suerte.