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Cómo conocí a tu padre — Capítulo 2

Carlotta Cerri
Salva

Si te has perdido el primer capítulo, lo puede leer aquí.


Creo que una frase de ese tipo—un chico que le “dice” a una chica de salir con él—dejaría a cualquiera sin palabras. No a mí. Le miré a los ojos y la única palabra que salió de mi boca fue, . Ni siquiera había considerado la posibilidad de que algo así podría suceder—al fin y al cabo, volvía a Italia en menos de dos semanas, sin tener en cuenta de que tenía novio—pero nunca en mi vida algo me había parecido tan claro y justo, y no estaba dispuesta a ignorar esa sensación.

Era lunes, Alex me dijo que iba a estar fuera de la ciudad durante un par de días y que nos viéramos el viernes a las 13:00 en frente de La Pesquera, un restaurante en el paseo cerca de mi casa. Ahora me doy cuenta de que estaba diciendo que sí a todo lo que me proponía; si me hubiese pedido vivir con él, tal vez esa noche misma me hubiera mudado a su casa—no que tardé mucho más, pero esa es otra historia.

Llovió toda la semana—la consueta y ahora muy apreciada semana de lluvias torrenciales de septiembre en Marbella—y el viernes el cielo estaba gris y el paseo se parecía más a un cañón de barro y charcos. Entonces no era una gran fan de los días oscuros y lluviosos, porque tenían la capacidad de ponerme oscura y lluviosa a mí también, así toda la emoción que había sentido el lunes había poco a poco desvanecido, dejando en mi mente un sinfín de dudas, incertidumbres y preguntas sobre lo correcto e incorrecto.

Y, por supuesto, tuve que mentir—o más bien, omitir la verdad—a Novio, que además parecía llamar mil veces más al día… olía algo o era sólo que yo me sentía culpable? Y encima de todo, ni siquiera tenía ropa o zapatos compatibles con la lluvia y yo odio odio odio no poderme vestir apropiadamente para las ocasiones especiales.

El universo me estará enviando señales? Será equivocado? Tengo que hundir? O debería seguir mi primer instinto? Después de todo, es un simple almuerzo inocente con un chico que puede ser sólo un amigo, no? Quiero decir, me queda muy poco aquí en España, esto no puede ir a ninguna parte. O sí? Tal vez no sea tan inocente? Me importa? O sigo el istinto?

Discutí con mi yo interior toda la mañana, pero por una razón u otra siempre conseguía convencerme de que este almuerzo era buena idea: un signo de que estaba claramente dispuesta a dejar que mis sentimientos vencieran mi concepto del bien y del mal.

Y así hice. Engañé a la sensación de que todo a mi alrededor estaba diciendo “no vayas!” poniéndome ropa de colores para compensar el día gris y sandalias cómodas para saltar los charcos. Y salí de casa para ir a la cita.

Raro y embarazoso. Ese momento en que ves al otro—dos extraños que van a comer juntos—y sabes que debes andar hacía él y encontrar a algo (preferentemente inteligente) que decir. Las mariposas empiezan a volar violentamente en el estómago y la boca de repente se te hace seca como un espejismo en el desierto. Extrañamente bonito—probablemente la parte que más echo de menos de las primeras citas.

Pero arrancamos bien. Creo que comentamos algo sobre el clima y luego él tomó las riendas, esperaba que me gustara caminar porque me llevaba a Terra Sana, un restaurante a 15 minutos de allí, en el puerto deportivo de Marbella (gracias, sandalias cómodas!). Nos llevamos bien inmediatamente. De repente, no me importaba no estar vestida adecuadamente, si estaba bien o mal, si el universo estaba tratando de arruinar la fiesta… Ni siquiera me importaba de que mi inglés no fuera perfecto, que normalmente me habría hecho sentir incómoda.

Me sentía relajada y sin preocupaciones, y sentí algo que no había sentido durante mucho tiempo: las mejillas calientes (y definitivamente rojas) cuando me miraba.

Almorzamos, hablamos y hablamos y hablamos de todo y de nada, me mostró su nuevo iPhone de primera generación (que era simplemente precioso, me sentía como una niña con un juguete nuevo), y luego me acompañó andando al restaurante donde tenía que empezar el turno de tarde. Intercambiamos los números de teléfono y decidimos volver a vernos pronto.

Me sentí quinceañera otra vez y este extraño era todo lo que podía pensar noche y día. Sólo que esta vez yo no era libre, Novio me espera en Italia, y no sólo estaba loco por mí, sino incluso habíamos decidido compartir un piso con algunos amigos para el próximo año académico. Que es casi como ir a vivir juntos, por las barbas de San Pedro!

Empecé a hacerle caso a la leve voz racional en mi cabeza que en los últimos días había ignorado por completo. Y desafortunadamente no estaba del todo equivocada: todavía estaba tratando de recuperarme de mi larga relación, no podía decepcionar a mis amigos que habían buscado casa durante todo el verano, tenía que concentrarme en mis estudios, y además Alex habría sido una de esas relaciones de larga distancia en que yo nunca había creído. Tal vez fuera más fácil dejar las cosas como estaban. Tenía que terminarlo antes de que empezara.

El domingo por la mañana envié un mensaje a Alex, algo como, “De verdad me encantaría volver a verte, pero no creo que sea justo para mí o para ti. Es probablemente más fácil para los dos si dejamos las cosas como están”, sólo más confuso y menos bien articulado—claro reflejo de mis sentimientos. Y en toda respuesta, “Nos vemos delante del Guadalpin, ya estoy de camino”.

Esto no me lo esperaba en absoluto—como no me esperaba estar lista y fuera de la puerta de casa diez minutos más tarde. Pero allí estaba, caminando hacia el hotel Guadalpin en mi precioso vestido de rosas rosas y negras. Al fin y al cabo era mejor así, decírselo en persona era sin duda lo más correcto después de esa bonita cita, lo habría hecho corto y dulce, le habría dado la mano y me habría despedido.

Y después le vi.

Llegó volando con sus patines en línea, alto y guapo, con el pelo rubio flotando en el viento. Paró a un milímetro de mí, con esa técnica de lado que usan los patinadores de hielo profesionales en televisión. “Lo siento, salí de prisa y no tengo zapatos”… Tonto no es, pensé, es tan condenadamente atractivo con sus patines!

Empezamos a caminar (y patinar) por el barrio, y empecé a explicar todo de manera aún más confusa de mis mensajes anteriores. Mis ojos estaban pegados a la carretera y no podía dejar de sentir que las palabras que salían de mi boca no reflejaban para nada mis sentimientos, todas las explicaciones racionales para alejarle de mí eran sólo mentiras.

Y luego por un segundo—un brevísimo segundo—le miré a los ojos, esos ojos azules y soñadores, mi rostro se inflamó, las mariposas empezaron a volar, las manos temblorosas y las rodillas débiles, casi como si el corazón quería salirme del pecho y gritar en voz alta. Y así, por otro segundo—otro brevísimo segundo—escuché a los gritos: me puse de puntillas, puse mis brazos alrededor de sus hombros y le besé apasionadamente.

Unos días más tarde estábamos viviendo juntos, pero como te he dicho antes, esa es otra historia.

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